domingo, 8 de noviembre de 2009

El Papa y y la política de la deuda pública en la Edad Moderna

La organización de los sistemas de deuda pública en Europa tienen un elemento en común, la necesidad de hacer frente al creciente desequilibrio entre ingresos y gastos en las cuentas estatales.
La deuda podía asumir la forma de deuda “fluctuante”, originada por los préstamos a corto plazo y con un alto tipo de interés, o de deuda consolidada, con un menor tipo de interés y un plazo de amortización muy largo o indeterminado.
En Italia, las plazas financieras más conocidas eran las de Roma y Génova. Esta última, por su peculiaridad de ciudad autónoma, era también conocida por sus inversiones en el extranjero.
La plaza romana representaba un ejemplo de eficiencia en la gestión de la deuda. Las causas que determinaron este éxito hay que buscarlas en la fiabilidad que el órgano principal de gobierno, la Cámara Apostólica, había sabido mantener a lo largo de los siglos. Esto era debido, principalmente, al poco riesgo y a la estable remuneración del capital respecto a otras inversiones, realmente mucho más marginales en aquel territorio. Además, una administración eficaz y bien definida, representaba una garantía añadida para el suscriptor.


*Aspectos institucionales y organizativos de la gestión del “monte”

En el Estado romano eran dos las formas de gestionar la deuda. La primera, la más difundida y utilizada fue la del sistema de los “montes” (se llamaba así a la recogida de dinero entre varias personas para ejercer una actividad comercial o para realizar actividades de asistencia.); la segunda, la de los oficios vacantes. Estos estaban constituidos por cargos y oficios puestos en venta por la Curia. Quien adquiría uno de estos oficios, lo ejercía hasta su muerte y percibía todas las retribuciones y beneficios a él inherentes. Pero precisamente, el sistema de los “montes”, que apareció después, restó importancia a los oficios que, sin embargo, continuaron siendo vendidos marginalmente hasta que se liquidaron definitivamente por León XIII en 1898.
Monte derivaba del latín mons y además de significar “montaña”, tenía la acepción de masa, montón, cúmulo; precisamente, ése era su significado; efectivamente, la interpretación habitual de monte como deuda venía a representar una masa de monedas prestadas a un organismo para alcanzar determinados fines. Existían diferentes tipos de monte. El primero, se basaba en el tipo de bienes que se daban como garantía de los mismos montes: así los Montes Camerales, tomaban el nombre de la Reverenda Cámara Apostólica. Por otro lado, estaban los Montes Baronales, creados a beneficio de las familias nobles. Éstos recibieron una buena acogida por parte de los ahorradores hasta la segunda mitad del siglo XVI. A partir de ese momento, las cotizaciones de los títulos comenzaron a caer (y, por lo tanto, los rendimientos de los suscriptores) por las dificultades de aquellas familias para saldar regularmente sus obligaciones financieras. Después, estaban los Montes Comunitarios, que impulsaban las administraciones municipales. Tales montes presentan características diferentes, pero esencialmente mantienen los aspectos organizativos de este tipo de préstamos, desde el tipo de interés a la moneda de cuenta utilizada. El capital recogido en los montes de Bolonia y Ferrara era notable, hasta tal punto de ser considerados como la segunda y tercera comunidad del Estado, respectivamente, por la amplitud y gestión administrativa de la deuda. Formaban parte de esta categoría de montes los préstamos suscritos a favor de la ciudad de Roma.
Un segundo tipo de monte, derivaba de la razón que había llevado a su institución o al nombre del papa que había proveído a su creación o de su duración; finalmente, también se distinguían en función de su mayor o menor tiempo para su redención. Esta cláusula algunas veces no venía siquiera especificada; en este caso, se dejaba a los administradores de la deuda un enorme margen de autonomía para establecer el plazo de amortización.
Los montes y en consecuencia, los títulos emitidos, que se conocían como “luoghi di monte” para indicar una fracción de ellos, podían ser vacantes: en este caso, los títulos estaban ligados a la vida del suscriptor por lo que en el momento de la muerte no podían ser transmitidos a los herederos, por tanto, el “luogo di monte” volvía con titularidad plena a la Cámara Apostólica que lo restituía al mercado ofreciéndolo al precio corriente; de esta forma conseguía un beneficio neto. Además, dada su condición de negociables, los títulos podían pasar de mano en mano pero el último comprador, a su muerte, perdía la titularidad. Los títulos no vacantes podían transmitirse a los herederos. Estas condiciones, naturalmente, se reflejaban en los tipos de interés nominal que eran más altos en el caso de los títulos vacantes puesto que el riesgo era mayor.
Los “luoghi di monte” representaban la inversión más segura para el ahorrador y, por tanto, la gestión de la deuda debía hacerse de manera tranquilizadora, con la vista en conseguir medios financieros para aumentar los ingresos de cara a los gastos cada vez más crecientes.
El interés nominal sobre los “montes” no vacantes (fijado en el chirografo que instituía el “monte” e interdependiente de los movimientos del mercado secundario) de un 10% inicial pasó al 7% en los años sesenta del siglo XVI hasta colocarse alrededor del 6% a finales de siglo para después bajar al 4% en el periodo 1656-1683 y al 3% entre 1685 y todo el siglo XVIII. En tiempos del papa Alejandro VII (1655-1667) se intentaron subsanar las finanzas conteniendo la deuda mediante una primera transformación de diferentes “montes” vacantes en no vacantes, reduciéndoles precisamente también los intereses nominales. A los “montistas” se les dio la facultad de escoger entre suscribir el nuevo “monte” (cada viejo título se igualaba con título y medio del nuevo) o ser reembolsados a la par por los títulos poseídos. La obra de contención de los gastos de la deuda que absorbían más del 50% de los ingresos de las cuentas de la Cámara continuó mediante la extinción de los viejos “montes” no vacantes que rendían el 4% y la creación de otros nuevos a un tipo de interés inferior, dejando a los “montistas” la facultad de ser reembolsados a la par (es decir, 100 escudos por título) o de transferir la titularidad sobre los nuevos “montes” con un interés del 3%. Éste era el interés corriente para todos los “luoghi di monte” desde que Inocencio XI, en 1683, puso en marcha una compleja operación de unificación y de conversión con el objetivo -conseguido sólo en parte-, de unificar la deuda pública. Por supuesto, esta maniobra de aligerar la deuda vino acompañada de ahorros en el gasto obtenidos mediante recortes de los oficios vacantes y reducción de los gastos de personal y de naturaleza varia. Los “luoghi di monte” tenían un precio de emisión igual a 100 escudos, pero al ser títulos que se podían transferir libremente, tenían un mercado creciente y era fácil darles salida incluso a un precio superior al de la emisión (naturalmente, el órgano emisor cobraba sólo el valor nominal del título).
En el vértice de la administración estaban el papa –quien autorizaba con chirografo pontificio la institución de un nuevo “monte”-, y la Cámara Apostólica la cual -en la figura del tesorero general que autorizaba la mayor parte de las actuaciones de los diferentes secretarios- tenía la responsabilidad de coordinar las diferentes estructuras administrativas y -mediante el depositario general- de controlar y gestionar el movimiento financiero y de caja.
La gestión del “monte”, que tenía su sede administrativa en Roma, se efectuaba a través de cuatro oficinas: la secretaría del monte (segreteria), la contaduría del monte (computisteria del monte), unida en 1732 a la contaduría general (computistería generale) y la depositaría (depositeria).
La secretaría llevaba a cabo desde siempre la efectiva administración y en su vértice se situaba un administrador.
La contaduría del monte era la oficina en la que se llevaba la contabilidad: efectivamente, entre sus varias funciones la principal era la de redactar la lista completa y actualizada de los suscriptores que se pasaba al depositario, con la indicación de los títulos que pertenecían a cada acreedor y haciendo también útiles listas alfabéticas.
La contaduría general regulaba todos los gastos del estado y sobre la base de los datos que le proporcionaba la contaduría del monte, reagrupaba las partidas de cada uno de los “montes”. Mediante el motu proprio de 16 de enero de 1732, Clemente XII Corsini unió la contaduría general con la de los montes. La contaduría general fue objeto de reformas que modificaron su estructura organizativa y administrativa. Entre ellas, la del papa Próspero Lambertini, Benedicto XIV, del año 1746, sancionada con la constitución Apostolicae Sedis Aerarius, que respondía a la exigencia de tener un mayor control contable a través también de la activación de un proceso de centralización común ya a todos los Estados europeos.
Las funciones principales de la depositaría consistían en pagar los intereses a los plazos prefijados y en la devolución de los títulos extractados: podría decirse que era la caja para los pagos.


* La posibilidad de negociar los “luoghi di monte”

La comercialización, el paso de los títulos de un poseedor a otro incidía en su precio, el cual variaba según la oferta y la demanda que hubiera en el mercado secundario. Éstas no eran insensibles, obviamente, a la naturaleza y a los derechos que llevaban incorporados los títulos. La financiación de los gastos por causas contingentes como guerras, carestías, obras públicas se efectuaba cada vez más a través de la creación de deuda pública.
La emisión de los “luoghi” la gestionaba la Cámara Apostólica, otras veces la emisión total de títulos de un “monte” –sobre todo en el siglo XVI y en el XVIII- la adquiría un financiero, a menudo de nacionalidad extranjera, como sucedió en el caso de los mercaderes florentinos Marcantonio Ubaldini y compañía que compraron el Monte Sisto vacante; aún más, sobre todo en el siglo XVIII, eran el Monte de Piedad y el Banco de Santo Spirito quienes se ocupaban de la cesión de los títulos. Si en un principio, la institución del sistema de los “montes” pudo ser considerada como una operación extraordinaria para encontrar capitales de modo inmediato, a largo plazo representó casi un ingreso ordinario por expresa voluntad política de los pontífices.
La emisión de títulos de deuda fue muy notable a lo largo de los siglos XVI y XVII; en cuanto al siglo XVIII, experimentó una leve caída en la primera mitad, para después crecer nuevamente a finales. De hecho, Pío VI (1775-1799) acudió repetidamente a este recurso de la deuda pública para realizar sus proyectos reformistas dirigidos a impulsar la economía pontificia; la curva ascendente de la deuda se interrumpió con la llegada de la República jacobina en 1798.
El gran éxito obtenido por este servicio financiero en el Estado de la Iglesia, a pesar de los gravámenes, se debía al hecho de que se diferenciaba de los anteriores sistemas ligados a la coerción de los contribuyentes y a la relación con los banqueros, al insertarse en el mercado financiero en directa competencia con otras formas de empleo del dinero. Era una manera de dirigirse directamente al mercado de los capitales donde imperaba el dominio de los préstamos entre particulares. Además la renta financiera estaba revestida de una importancia social en cuanto que los capitales obtenidos con las suscripciones y utilizados a menudo en asistencia, directa o indirecta, y en obras públicas se diseminaba por los recovecos del tejido urbano y representaba una inversión política encaminada a mantener la seguridad de la sociedad.
Por parte de los órganos de gobierno se incidía en el aspecto de las garantías de los “montes”, o de la dote, para infundir confianza en los inversores: se hacía todo lo posible para que fuese segura para el suscriptor la posibilidad de cobrar con regularidad los intereses y de obtener la devolución del capital.
Precisamente porque la retribución regular de los intereses sobre los títulos suscritos se consideraba algo necesario para que la Cámara Apostólica mantuviese una buena imagen de seguridad y estabilidad, al pago de los intereses se destinaban los “ingresos ciertos” o ingresos de naturaleza fiscal y patrimonial. La regularidad de los pagos era fundamental para infundir seguridad y permitir a los órganos de gobierno contar en cualquier momento con un número abundante de operadores dispuestos a suscribir títulos públicos. Si lo comparamos con Europa, un ejemplo cercano al romano es el holandés; la intervención de la Banca de Amsterdam había atraído fondos exteriores, dado estabilidad a las operaciones y proporcionado a los mismos mercaderes depósitos de segura fiabilidad. Particularmente en Holanda, la confianza en la honradez de la administración financiera fue sólida hasta los últimos años del siglo XVIII, cuando el secreto que rodeaba las finanzas públicas hizo sospechar que se escondían fenómenos de corrupción.
También la minuciosa reglamentación, respecto al ritual administrativo, era un testimonio concreto, un factor más de la tutela sobre los ahorradores.
Además del beneficio económico, al suscriptor se le garantizaban una serie de ventajas colaterales, sobre todo a través del mercado secundario, muy consolidado. Los títulos eran fácilmente negociables y esto aseguraba al suscriptor que si tenía necesidad de liquidez inmediata, podía deshacerse rápidamente de ellos. La misma Cámara Apostólica invitaba a los “montistas” a reinvertir los capitales obtenidos por títulos de otros “montes” y ella misma inducía a esta práctica suscribiendo títulos a su nombre mediante el tesorero general.
Cualquiera podía adquirir o poseer títulos: hombres de iglesia, órdenes religiosas, menores, mujeres, discapacitados o extranjeros. Por otro lado, los titulares de los “luoghi” estaban exentos del secuestro y de la confiscación de los títulos aunque hubieran delinquido, excepto en los delitos de lesa majestad o herejía. De este modo, la creciente demanda estatal de crédito era cubierta por préstamos de instituciones o particulares.
Muy amplia era la multitud de ahorradores de clase media que invertían modestos capitales en la adquisición de títulos o de partes de títulos (spezzatura) en los que éstos se dividían; por tanto, gran parte de la población podía convertirse en propietaria de deuda pública; numeroso era, de hecho, el ejército de pequeños ahorradores que percibían un interés en función de la porción del título que poseyeran.
En el estado actual de las investigaciones, la erección de montes se remonta a Clemente VII, elegido en el año 1523 y de origen florentino. El primer “monte” lo instauró en 1526 para ayudar al emperador Carlos V contra Solimán II, emperador de los turcos. De esta forma, el pontífice endeudó los dominios de la Santa Sede emitiendo al mercado 2.000 títulos de dicho “monte”. Siguiendo su ejemplo, Pablo IV (1555-1559) con el objetivo de ayudar al rey de Francia contra los heréticos hugonotes, erigió el Monte Pio, el Monte Soccorso primo, Soccorso secondo y el de Aviñón, con una emisión total de 10.000 títulos que equivalían a un millón de escudos de deuda. Estos montes se hicieron confluir, después de la reforma de Alejandro VII, en el Monte Recuperato o Ristorato.
En 1571, Pío V aumentó el número de títulos del Monte delle Fede, del Monte Novennale, erigió otros nuevos como el de las Leggi o el de Religione, equivalentes a dos millones de escudos, además de adoptar otras medidas de naturaleza financiera como consecuencia de su alianza con el rey de España y los venecianos quienes lucharon contra Selim II en la batalla de Lepanto.
También Sixto V (1585-1590) contribuyó a defender la “causa católica” ayudando a Felipe II contra Inglaterra para liberar a María Estuardo, prima católica de Isabel I. Con este propósito, se instituyó el Monte San Bonaventura por un total de 300.000 escudos y con 3.000 títulos.
Posteriormente, otros “montes” se crearon para expediciones militares, para construir fortificaciones, para las obras de los puertos de Ancona y Civitavecchia y de su arsenal; se conoce un Monte Difesa vacante instituido en 1663 y extinguido en 1664, así como otro llamado Difesa non vacante que estuvo vigente entre 1663 y 1685 o el Difesa vacante de nueva erección creado en 1708 por Clemente XI para afrontar gastos militares extraordinarios con ocasión de la Guerra de Sucesión. En total, el historiador Marchetti ha calculado que a la defensa de la causa católica se destinaron alrededor de 19.632.143 escudos entre 1542 y 1716, sobre todo gracias a la deuda pública.
El año 1526 nos representó un hito particularmente significativo pues la costumbre de recurrir al ahorro privado era antigua, bajo varias formas tanto a nivel central como periférico. La existencia misma de los “montes” generados por la venta a particulares de los títulos de la deuda es anterior a esa fecha. Es precisamente la documentación relativa a la financiación pública de las restauraciones de los puertos fortaleza la que nos permite situar con una mejor perspectiva histórica el suceso de 1526. En concreto, hablamos del texto de una bula de Nicolás V (el documento está fechado el 29 de julio de 1454) por la que el papa autorizaba y confirmaba una iniciativa que el grupo dirigente del consejo municipal de Ancona había ya deliberado. El papa estaba de acuerdo con la necesidad, sentida por la ciudad, de potenciar las estructuras mercantiles y defensivas del puerto de Ancona, el cual se encontraba en decadencia debido tanto a las incursiones de los piratas como a la ocupación turca del Mediterráneo oriental, agravada desde la caída de Constantinopla, acaecida un año antes. Este acontecimiento había interrumpido o dificultado el tráfico con Oriente y en este sentido, Ancona era uno de los puertos más afectados.
El papa, por tanto, aprobaba la iniciativa del consejo de la ciudad de recoger “unum montem publicum Magne quantitatis pecunie” y de asignar a la “goberrnationem” del monte algunos oficiales de la ciudad con el poder para ofrecer los títulos del “monte” al ahorro privado al mejor precio posible y con un interés anual del 5% sobre el valor nominal de los títulos vendidos. Ésta es seguramente una de las primeras ocasiones en la que se encuentra en un documento financiero del Estado de la Iglesia el término “monte” para indicar la recogida pública del ahorro privado, si bien el documento hace referencia a un “monte” aún más antiguo, pero no muy especificado, del que no se conocen más datos. El hecho de que se trate de una verdadera operación de creación de la deuda pública lo prueban también posteriores justificaciones que el papa confiere a la operación; concretamente, él observaba que quienes hubieran comprado títulos habrían obtenido un “lucrum”, es decir, un beneficio, ciertamente inferior al generado por la actividad mercantil pero habrían hecho un gran bien a la colectividad y habría sido posible proporcionar una renta anual a diferentes sujetos económicos considerados débiles. Naturalmente, el papa olvidaba añadir que en caso de caída de los niveles del beneficio mercantil, la deuda pública se hubiera convertido en la primera inversión refugio precisamente para las clases económicamente dominantes.
La aplicación de los reglamentos generales de la deuda pública pontificia a las intervenciones sobre las obras públicas gestionadas por las instituciones locales no presentaba especiales dificultades. Como ya sucedía en el terreno fiscal, también en este ámbito la institución local no era plenamente autónoma en sus decisiones, existía un dirigismo y control previo por parte de las autoridades centrales.
Las instituciones locales interesadas en la localización de capitales podían acudir a dos formas principales de captación: o se insertaban en un “monte” de la Cámara central beneficiándose de una parte alícuota de lo recogido, que se adjudicaba a su cargo en lo que respectaba al pago de los intereses; o pedían autorización para crear un propio y específico “monte” cuya gestión, desde la captación hasta la extinción, permanecía en sus manos, si bien bajo el control general de los organismos centrales. El significado económico último de similares operaciones era la utilización del rendimiento de algunos impuestos para el pago de los intereses y para la restitución, cuando fuese necesario, del capital. La utilización de dicho rendimiento debía autorizarla la autoridad financiera central pues podría tratarse de impuestos destinados a la Cámara Apostólica y, de todas formas, debía pasar por el filtro de las autoridades locales. La imposición que se utilizaba para estos fines podía ser antigua o crearse ex profeso.

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Dr. Donatella Strangio (Professoressa Associata di Storia Economica, Università degli Studi di Roma "La Sapienza"), Il Papa e la politica del debito pubblico in Età Moderna.

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